En la literatura siempre es así, escribes de una cosa aunque en realidad estás hablando de otra.
–¿De qué? –me preguntó.
–No sé –le contesté–, de una idea, de una forma, de la forma de una idea, de la idea de una forma, algo así.
Si fuera verdad lo que yo le había dicho al adolescente, que la literatura siempre contaba otra cosa más allá de las apariencias, que por detrás o por debajo de toda historia había una segunda historia, otro relato oculto que no se contaba, la parte del iceberg que estaba debajo del agua –como habían afirmado un montón de críticos literarios y escritores–, en este caso la segunda historia había acontecido la semana anterior, cuando en la clínica de gastroenterología me habían practicado una colonoscopia. No tenía pensado escribir sobre este examen –había sido una inspección de rutina–, pero por lo visto la literatura se encontraba en todas partes, hasta en mi recto.
Pero yo no podía decir que fuera otra cosa además de escritor –a menos que mintiera– y en realidad aquel colega también era ganadero, y más que ganadero, terrateniente, había heredado una hacienda en los valles de Colombia. Típico. La historia oculta de la literatura latinoamericana es la historia de la aristocracia y la burguesía.
Empecé a quejarme como hago siempre que estoy inseguro, a enumerar las dificultades que estaba padeciendo para encontrar el tono, el punto de vista, la sintaxis, la estructura, el ritmo, las motivaciones de los personajes, la lógica narrativa.
En realidad, mi único conflicto genuino, auténtico, era que yo me empeñara en escribir, cuando por lo visto no había razones para hacerlo.
–Estás metiendo adverbios todo el tiempo –añadió mi editora–, ¿no te habías dado cuenta?
–Hay que matizar, nada se dice de manera absoluta –le contesté rotundamente, aunque me quedé con mal sabor de boca, como si mi editora se hubiera puesto a hablar de adverbios para no decirme que no le había entusiasmado lo que le había enviado.
Salí a la calle y respiré aliviado. Pero resultó que sí era algo urgente, un mensaje de texto, una noticia dramática que, coincidencias de la vida, parecía que yo hubiera provocado: la peluquería donde me cortaba el pelo desde que llegué a vivir a Barcelona iba a cerrar para siempre y de inmediato, aquel había sido su último día de operaciones.
Mi peluquero, de naturaleza pesimista e impaciente, llevaba tiempo amenazando con abandonar su faceta de empresario y por fin había decidido colgar las tijeras, o más bien trasladarlas a otro salón de belleza, uno en donde él sería solamente un empleado más y en el que recibiría su salario cada mes sin preocuparse por la renta, los impuestos, los permisos municipales, la administración de las cuentas o la limpieza.
En honor a la verdad, debo confesar que mi educación católica, por mucho que luchara contra ella, me mantenía en guardia permanente contra la inutilidad –siempre me he sentido culpable de desperdiciar el tiempo–, por lo que pensé en aprovechar el paseo para echarles un ojo a las peluquerías de la zona y, quién sabe, pedir cita si alguna me convencía.
Escena peluquería -25
Me bebí la cerveza hojeando una revista donde parecía que probaban tipografías más que preocuparse por los contenidos. El viejo problema entre forma y fondo.
–Pasa pasa –me ordenó, enérgico y sin pausa, como si defendiera la ausencia de la coma ante el corrector de estilo.
En el momento en que mi expeluquero empezó a masajearme el cráneo con sus dedos puntiagudos recuperé la calma y la fe en la humanidad. Todo iba a estar bien, mi expeluquero volvía a ser otra vez mi peluquero.
–El resto está en los periódicos –dijo mi peluquero cuando concluyó.
–No te lo crees ni tú –le dije, riéndome, seguro de que me estaba tomando el pelo.
Solo me detuve ante las señales inequívocas del cansancio: la aparición de las frases hechas, las imágenes obvias, las metáforas trilladas, las formas que adquiere el lugar común.
–¿Quiere que le traiga algo ahora o prefiere esperar? –me preguntó la mesera catalana, porque yo le había pedido mesa para dos.
Ordené una Modelo Especial y le dije que esperaría.
–¿Me puedes traer unos totopos por mientras? –añadí–. Me estoy muriendo de hambre.
–¿Unos qué?
Se suponía que si uno vivía en el extranjero e iba a un restaurante mexicano era, entre otras cosas, para no tener que usar notas a pie de página por un rato, pero bueno, también era importante que los aborígenes conocieran nuestros usos y costumbres y era nuestro deber hacer patria a través de la pedagogía culinaria.
Hacía más de treinta años que había empezado a escribir, en la adolescencia, y durante todos esos años mi vida había dado un montón de vueltas: me había equivocado de carrera, había abandonado mi primera profesión, había vuelto a la universidad a estudiar letras, luego había venido a Barcelona para el doctorado, había abandonado el doctorado, y durante todo ese tiempo lo único que no había abandonado era la escritura, había seguido escribiendo con una fe y un amor por la literatura que ahora me parecían inverosímiles. Pero no habían sido ilusiones vanas, había conseguido escribir mis libros y, lo más insólito, ¡los había publicado y tenía lectores!, de carne y hueso, reales, salud, Juan Pablo del pasado, pensé, dándole un largo trago a la Modelo Especial, y justo en ese momento, exhibiendo sus numerosos músculos en una camiseta apretadísima, entró al restaurante el ecuatoriano.
Una parte de mí, la parte equilibrada que había logrado fortalecer mediante el psicoanálisis, la que había contribuido a combatir mi paranoia y a disminuir mis ataques hipocondríacos, me aconsejaba que charlara con él, que con unos consejos y, si acaso, la lectura y revisión de unas cuantas páginas no solo me lo quitaría de encima, sino que le daría la vuelta a la situación. Otra parte me susurraba que llamara a la policía, pero ¿a quién hay que llamar en casos de acoso literario?, ¿a los mossos, la guardia urbana, la policía nacional? Y además quedaba la parte que tendría que hacerse cargo de amortiguar la caída desde lo alto de mi ego de escritor; me había despeñado sin red de protección, sin ironías, me lo tenía merecido por dejarme llevar por la sensiblería. Pero ese ajuste de cuentas se resolvería más tarde, seguramente sin que yo me percatara, en uno de esos sueños en los que estaba frente al público hablando de literatura y de pronto se me caían los dientes.
Me puse a pensar en por qué querría escribir, era algo en lo que reflexionaba a menudo, en por qué tanta gente tan heterogénea, tan alejada aparentemente de la literatura, creía que quería escribir. El deseo de escribir, qué impulso más irracional, como el amor, e igualmente, como en la consumación del amor, al escribir el resultado era casi siempre una decepción, aquello que se intuía resultaba imposible de plasmar; cuando mucho, la búsqueda devenía hallazgo, un estilo que terminaba por convertirse en fórmula, saciedad, repetición, literatura convencional, complaciente consigo misma, como el amor pequeñoburgués; quizá en el fondo el único amor genuino por la literatura fuera el que mantenía el deseo de escribir sin consumarlo, quizá la verdadera prueba de amor por la literatura fuera negarse a escribir, elegir permanecer enamorado de la literatura antes que convertirse en escritor.
y también varios recados en el buzón de voz, incluso de mi agente y de mi editora, y ambos coincidían en decirme que quizá esto podía ayudar a que se moviera la cosa. Se referían al hecho de que mis libros no se vendían mal pero tampoco acababan de venderse bien, lo que para mí era suficiente y para ellos no, porque ese era su trabajo y estaba bien que así fuera.
Nada de aquello me interpelaba, nada tenía que ver conmigo ni esperaba de mí una reacción o respuesta. Nada de aquello dejaría de existir tal como era sin mi intervención, la realidad no exigía de mí nada. Por fin nada que narrar.
Nada.
Nada.
Nada.
Nada.
Pero ¿acaso aquel no era el verdadero triunfo del capitalismo, instrumentalizar la indignación y transformarla en productos de consumo que apaciguaran la mala conciencia de los lectores?
No.
No.
Yo no iba a responder a estos cuestionamientos, no ahora; ahora tenía que defender este espacio de nulidad, no permitir que los estímulos aleatorios y arbitrarios del mundo exterior alteraran mi estado de ánimo, mi felicidad, permanente o pasajera.
Silencio.
Al final mandaron traer a un experto en costuras de pasaportes que diagnosticó que mi documento era auténtico y yo pude recuperar la tranquilidad y mi nombre. Pero de esta historia la brasileira había extraído la moraleja de que todo aquello había sucedido por haber utilizado mi nombre en una novela y que más me valía no volver a hacerlo nunca más.